Era el momento, el cóndor se dispuso a empujar a sus polluelos hacia el borde del nido.
Su corazón se aceleró con emociones conflictivas, al mismo tiempo que notó la resistencia de los hijos a sus insistentes empujones.
¿Por qué la emoción de volar tiene que comenzar con el miedo a caer?, pensaba ella.
El nido estaba colocado bien alto, en un pico rocoso, abajo solamente el abismo y el aire para sustentar las alas de los pequeños.
¿Y si justamente ahora esto no funcionase?, pensó la madre.
A pesar del miedo, el cóndor sabía que aquel era el momento, su misión estaba presta a ser completada, restaba todavía una tarea final: el empujón.
El cóndor se llenó de coraje pensando que mientras sus hijos no descubriesen que sus alas les sostenían no había esperanza para sus vidas, mientras ellos no aprendieran a volar no comprenderían el privilegio que suponía el haber nacido cóndor.
El empujón era el mayor regalo que la madre podía ofrecerles, era su supremo acto de amor.
Uno a uno, entonces, ella los fue sacando de la roca y los fue precipitando hacia el abismo. Todos ellos aprendieron a volar sobreponiéndose al miedo.
En cuanto a los hombres, muchas veces las circunstancias hacen el papel del cóndor, son ellas las que nos precipitan hacia el abismo, hacia lo desconocido, y ¿Quién sabe?, tal vez sean ellas, las propias circunstancias, las que nos hacen descubrir que en verdad tenemos alas para volar por encima de cualquier conflicto.
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