- ¡Qué mala suerte!, nunca saldrán de la pobreza.
A lo que el padre respondía:
- Mala suerte, buena suerte. ¿Quién sabe?.
Un día, paseando los dos, vieron un caballo abandonado en un campo, y como nadie lo reclamó, se quedaron con él.
Esto cambió su suerte, el caballo les iba a sacar de la pobreza.
- ¡Qué buena suerte!, se alegraban los aldeanos.
- Buena suerte, mala suerte. ¿Quién sabe?. seguía diciendo el padre.
Al poco tiempo el caballo desapareció, y nadie sabía donde fue.
- ¡Qué mala suerte!, todos se lamentaban.
- Mala suerte, buena suerte. ¿Quién sabe?. continuaba el anciano.
Semanas más tarde apareció el caballo con una hermosa yegua salvaje y los dos se quedaron en el establo de la casa.
- Buena suerte, mala suerte. ¿Quién sabe?. volvía el padre con sus antiguos razonamientos.
El hijo quiso domesticar a la yegua, pero cayó por el suelo y quedó sin poder moverse por un tiempo.
- ¡Qué mala suerte!, los vecinos no salían de su asombro.
- Mala suerte, buena suerte. ¿Quién sabe?. El padre no cambiaba de manera de pensar.
Por entonces el país aquel entró en guerra pero el joven no pudo ir por estar impedido por la caída de la yegua.
- ¡Qué buena suerte!, todos sus amigos se congratulaban con él.
- Buena suerte, mala suerte. ¿Quién sabe?. Las dos van juntas en la vida, aseguró el padre; se confunden en el camino, y nos confunden, y es que nunca sabremos exactamente si lo que nos pasa es bueno o malo, por muy claro que lo veamos.
El anciano sí que lo tenía verdaderamente claro.
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