Los hombres tenían la mala costumbre de hablar siempre entre ellos sin escucharse. No les importaba lo que decían los otros, porque sólo querían hablar de ellos mismos, y las palabras cuando son dichas y no escuchadas por nadie, caen en el suelo y se rompen.
Era frecuente ver montones de palabras rotas por todas partes, en las calles en los suelos de las tiendas, flotando en el mar cayendo de ventanas y balcones.
Cuando llegó la hora de la huelga, todos quedaron mudos de repente, nadie encontraba palabras para comunicarse, no se explicaban lo que estaba pasando.
Se hacían señas unos a otros pero no se entendían porque no estaban acostumbrados a prestarse atención. La cosa era preocupante.
El tiempo fue pasando y no tuvieron más remedio que prestarse atención para poder entenderse por señas, esto hizo que dejaran de hablar de ellos mismos y estuvieran pendientes de lo que los demás querían decir, realmente se alegraban mucho de poder entenderse en sus diálogos, y poco a poco fueron mejorando en el arte de dialogar así.
Llegados a este punto, cuando las palabras vieron que los seres humanos ya eran capaces de atenderse unos a otros, decidieron acabar con la huelga y ponerse otra vez a su servicio.
Los hombres recuperaron su capacidad de hablar y estrenaron su nueva faceta de escuchar, y lo hicieron tan bien que desde aquel momento dejó de haber palabras rotas por el suelo.
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