Al pequeño le gustaba jugar cerca de su casa donde crecía un árbol solitario y hermoso. Cuando el niño tenía tiempo subía por su tronco y se columpiaba en sus ramas. En su casa la comida escaseaba, y como al árbol ya le asomaba algún que otro fruto maduro, el niño le confesó: - Necesito comer, tengo hambre. El generoso árbol le ofreció: - Toma de mis frutos y aliméntate. El niño entonces subió por su joven tronco y comió las sabrosas frutas que colgaban de sus ramas. El chico crecía y el árbol a su vez iba fortaleciéndose.
Un día, cuando ya era un apuesto joven, se acercó al árbol amigo para decirle que había encontrado el amor de una buena mujer y que se casaba. - Necesito una casa para vivir con mi futura familia, le decía reflexionando sobre su futuro. Y el generoso árbol le volvió a ofrecer: - Coge la madera de mis ramas para poder hacerla. Y así lo hizo, el joven gracias a su amigo pudo fabricar una casa humilde y cómoda. Algún tiempo después, el ya hombre maduro, vino para hacerle una nueva confesión a su buen árbol, y le anunció: - Tengo que ir a tierras lejanas y conseguir un futuro mejor para los mios, necesito un barco, pero no tengo dinero para comprarlo. De nuevo el generoso árbol volvió a ofrecerse: - Toma mi tronco, es grande y fuerte, justo lo que necesitas. Y gracias a su tronco pudo construir un barco y navegar hacia tierras más prósperas. Pasaron los años, anciano y cansado, volvió el hombre a visitar a su viejo, y siempre recordado árbol. - Necesito descansar, le dijo ya casi sin fuerzas, y el árbol, tan generoso como siempre, no dudó ni un instante: - Aquí tienes mi tronco talado y reposa sobre él tu cuerpo cansado. Y el anciano junto al árbol, y el árbol junto al anciano descansaron juntos, unidos como siempre lo habían estado.
A la mujer le ocurrió lo peor que puede ocurrirle a una madre: su hijo había muerto. Desde que le faltara, a penas podía dormir, lloraba y lloraba hasta la mañana.
Cuentan que un día apareció un ángel en su sueño que le ordenó: - ¡Basta ya!. - No puedo soportar la idea de no verlo más, se lamentaba la madre. - Si lo quieres ver, ven conmigo. La cogió de la mano y la subió al Cielo. Por un largo camino comenzaron a pasar gran cantidad de chicos, vestidos como angelitos, con alitas blancas y una vela encendida entre las manos. - Estos, explicó el ángel, son los que han muerto en estos últimos años, todos los días hacen este paseo con nosotros, porque son puros. Pronto veras a tu hijo, viene por allí. La madre por fin lo vio, tan radiante como lo recordaba. Pero había algo que la conmovió; de todos, era el único que tenía la vela apagada. En ese momento, el chico la vio y fue corriendo a abrazarla, ella también le abrazó con todas las fuerzas de su ser, y luego le preguntó: - Hijo, ¿porqué tu vela no tiene luz?, ¿no la encienden como las de los demás?. - Sí, claro, mamá, cada mañana encienden mi vela, como a todos, pero después tu con tus lágrimas la apagas, y así hasta el día siguiente. Y se dice que desde aquel día, el regalo de la visión de su hijo en el Cielo secó para siempre las lágrimas de aquella madre, y la paz de nuevo volvió a instalarse en su corazón.