Éramos la única pareja con niños que cenaba en aquel restaurante.
Yo senté a mi pequeño Eric en una sillita alta y percibí que todo era tranquilo y amigable.
De repente Eric gritó y golpeó con su pequeña manita la bandeja.
Miramos alrededor y vimos la causa de su alegría. Se trataba de un hombre desaliñado, con un pantalón raído y la camisa sucia; los dedos de sus pies asomaban fuera del calzado, llevaba un largo bigote y su pelo y su barba estaban descuidados.
Estábamos lejos para percibir su olor, pero seguro que no era bueno.
El hombre agitó las manos y se dirigió hacia nosotros diciendo:
- ¡Hola bebé!. ¡Hola muchachote!.
Mi marido y yo intercambiamos miradas. ¿Qué podíamos hacer?....
Eric continuaba riendo y dando muestras de contento.
Todo el mundo en el restaurante se dio cuenta y miraba la escena.
El viejo estaba creando una situación embarazosa con mi lindo bebé.
Nuestra cena llegó y el hombre empezó a gritar
- ¡Ya llegó el pastelito mamoncete!.¡Qué rico pastelito!.
Nadie pensaba que el anciano estuviese normal, era obvio que estaba borracho.
Finalmente acabamos la comida. Mi marido fue a pagar y me dijo que lo esperase en el aparcamiento.
Al pasar cerca del anciano me volví de espaldas, tratando de evitar toda contaminación. Al punto, Eric, a quien llevaba en brazos, echó hacia el sus bracitos, sin que yo pudiera evitarlo,y se lanzó en los del mendigo, fundiéndose los dos en un solo abrazo.
Eric, en un gesto de amor, puso su cabecita confiada en el hombro del anciano.
Yo vi lágrimas bajo los ojos cerrados del hombre.
Sus manos sucias y endurecidas acunaron dulcemente al bebé, y lo acariciaron; luego, como pesaroso de desprenderse de él, me lo entregó, y con la voz ronca de emoción, me dijo:
- Cuídelo bien.
- Lo haré, murmuré como si tuviera piedras en la garganta.
Un gran dolor se reflejaba en su rostro al tener que dejarlo, y entonces añadió emocionado:
- Dios la bendiga, señora. Yo ya he recibido mi regalo de Navidad.
A penas murmuré algo y corrí al aparcamiento. Mi marido quería saber porqué yo lloraba mientras susurraba:
- Perdón, Señor, perdón.
Mi hijo acababa de darnos un ejemplo de amor. En su inocencia no reparó en el hombre, ni hizo juicios, sólo vio su alma.
Yo me sentí interpelada por Dios:
- ¿Tan difícil era para ti compartir tu hijo un momento, siendo así que Yo he compartido el mío con toda la humanidad?....
Mi hijo me recordó que para entrar en el Reino de los Cielos hay que hacerse también niño.